
Sentí el frío de la cuchilla atravesar mi piel. Un escalofrío me estremeció de pies a cabeza entremezclándose con ese sentimiento placentero que me inundaba y hacía que el vello se erizase. “Por fin sería yo. Sus miradas, atención y cuidados estarían en mí de nuevo”, me repetía una y otra vez a medida que el líquido carmesí empezaba a brotar por mis muñecas. Tan cálida, espesa y untuosa, se transformaba en la mayor de las satisfacciones a la vez que se diluía en el agua caliente que bañaba mi cuerpo.
Desde pequeña había sido el centro de todos los juegos, comentarios y zarandajas. Mi familia se deshacía en atenciones conmigo y yo, fingiendo una falsa indiferencia, disfrutaba en cada momento de lo que la vida me brindaba. Sin duda, era afortunada. A mis 17 años, todo era, simplemente, perfecto. Hasta que llegó ella. Esa niña enclenque y debilucha, de pelo ralo y ojos hundidos. Ese ser irritante y llorón que siempre estaba enfermo.
Desde que nació, pasó más tiempo en el hospital que en casa. Siempre rodeada de máquinas que repiqueteaban a su son. En todo momento acompañada por quienes hasta entonces sólo tenían sentido si era para estar conmigo. Mis atenciones cesaron en favor de aquella pequeña persona que parecía haber cegado y ensordecido mis súplicas en casa.
Ya no tenían tiempo para mí, y cuando éste aparecía por alineación de astros o simplemente en momentos forzados, se veía acompañado de cansancio, ira e incluso desidia. Desidia. Odiaba cada parte de esa cría que, sin pedir permiso ni ser consentido, había entrado en nuestras vidas arrasando todo a su paso. Cuando estaba ingresada, nadie se preguntaba por mi sufrimiento ante la ausencia.
-Ya eres casi adulta, cielo. ¿No te importa que te dejemos un ratito con la vecina mientras vamos un momento a ver a tu hermana?
La vecina… había quedado relegada a ella. En su casa falta de cuidado y con olor a rancio. Con sus comidas sacadas de revistas de dietética y cotilleos, propias de las peores peluquerías de barrio. ¿Quién cuidaba a quién? Me quedaba atormentada, odiando a esa niña que decía ser familia mientras lidiaba sin alternativa con aquella mujer de edad avanzada.
En el mejor de los casos, y cuando no estaba en la UCI, podía ir a visitar al pequeño demonio que había mandado mi vida al traste. Esos instantes eran inauditos. Pues donde mis padres veían una mirada de adoración y felicidad infinita en el cuerpo andrajoso tumbado en la cama, yo veía el sarcasmo más puro. La venganza más profunda, y la satisfacción ante mi pesar.
Todo ello gracias a su fragilidad. A su debilidad en la vida. Ante sus ganas de luchar frente a la adversidad, de no rendirse y dejarse morir, permitiendo que todo se reestableciera. Sin duda su vuelo de mariposa parecía tapar los rayos de sol que atravesaban hasta bañarme. Así que tomé una decisión. Jugaría a su perfecto artificio. Si era cuestión de debilidad, la mía sería tal que la que pasaría a un segundo plano sería ella.
Cuando el miedo me hacía flaquear, tan sólo tenía que recordar los cuidados ante los que ella se deshacía y el lugar que pretendía ocupar. Lo más complicado fue pensar el momento adecuado. Si no calculaba bien podría perder todo en manos de la muerte. Por eso, me pasé semanas estudiando las más que sabidas rutinas. Cerciorándome de que todas ellas se repetían como si de un reloj de cuco se tratase. Horas de entrada, horas de salida. Tras esta precisa labor, tuve que esperar a un momento en el que el foco de atención, esa criatura ridícula de menudencias contadas, estuviera en casa estable. No podía llevar a cabo mi plan sin asegurarme de que ella no me quitaría también esto.
Todo estaba dispuesto y cuando llegó la ocasión entré decidida en el baño, y viendo cómo mi reflejo se acercaba a medida que la humeante agua ascendía en la bañera, me desvestí. Ésta me fue acogiendo apaciblemente hasta que quedé cubierta salvo por mi rostro y mis brazos. La brillante cuchilla que hábilmente había conseguido se deslizó entre mis dedos, dejándome ver una vez más mis ojos verdes.
Me corté hábilmente y sumergí completamente mis manos en el agua, permitiéndome el abandono. Casi había llegado al borde de las oscuras lagunas del sueño, cuando al fondo comencé a escuchar el sonido de la puerta abrirse repentinamente, los pasos apresurados y los dulces gritos que clamaban por una ambulancia. El éxtasis se expandió por todo mi cuerpo, a la par que intentaban arrebatarme de la parca.
Esa noche mi hermana tuvo una crisis en casa y murió sola. Cuando recibí la noticia en la cama del hospital, tomé aire profundamente y reprimiendo una mueca victoriosa dejé que la noticia diera paso a mi dulce y esperado renacer. Lo había conseguido.