Odisea de una escritora una noche de primavera

Domingo, 21:50 y aún terminando de escribir el maldito relato. A pesar de las prisas y no contar con la dedicación que me hubiera gustado, lo cierto era que me estaba quedando genial. Me había costado mucho, pero era el mejor hasta el momento. Estaba segura de que el miércoles siguiente Daniel no podría darme ningún “hachazo”. Esta vez, se quedaría con la boca abierta.

El final me encantaba. Las palabras brotaban con fluidez dando lugar a una melodía acompasada que me tenía atrapada. De pronto, un ruido ensordecedor interrumpió la calma de la noche. El maullido lastimero de una de las gatas lo acompasó. Me asusté saliendo de la ensoñación del texto, mientras vi como una sombra negra huía del foco anárquico. Nerviosa, retiré la silla, aparté la manta tirando el móvil al suelo y eché a correr hacia el salón.

Ahí estaba. La pequeña artífice del destrozo me miraba asustada desde el lado opuesto de la sala. Poco a poco, giré mis ojos a la zona de las plantas y vislumbré aquello que tanto temía. Había tierra por todas partes, hojas y trozos de ramas rotas por el suelo, y lo peor y más peligroso, esa maceta tan bonita de cerámica que había comprado con ilusión, se encontraba deshecha en el suelo, dividida en mil trozos punzantes.

-¡¿Qué has hecho?! -Le reprendí mientras su hermana miraba desde el marco de la puerta-. 

Enfadada, las eché de la habitación para ponerme a recoger. Mis nervios y mi rabia se fueron alimentando poco a poco, llegando al punto de encontrarme realmente mal. Si no hacía algo pronto, no iba a poder dormir. Así que como en otras ocasiones, pensé en acudir a la melatonina. Cogí un vaso de agua, y cuando iba a sacar el bote de pastillas del armario, me di cuenta de que había una en la encimera. Sin pensarlo, me la tomé y me dispuse a volver al ordenador para terminar el texto, enviarlo y acostarme.

Paralizándome, mi estómago dio un vuelco. Un mareo profundo me sobrevino y cuando quise darme cuenta, estaba tirada en el suelo. Tardé dos respiraciones en poder reaccionar, y cuando lo hice no podía creer lo que veían mis ojos. Todo era enorme. Sentía el corazón en la garganta. “¿En serio?” Mi tamaño era minúsculo y para colmo, estaba desnuda. “Pero, ¿qué he tomado?”

Miré a mi alrededor haciendo balance de la situación, viendo qué posibilidades tenía, cuando mis ojos se depositaron en los números rojos de la hora del microondas. Las 22:45. “Ah, no. Por ahí sí que no paso… El relato lo envío a tiempo como que me llamo Laura”. Me zafé de la tela que me rodeaba y llegué a la entrada de la estancia. Iba a salir, pero me quedé congelada. Kali iba a pasar por delante de mí de camino al salón. Si hacía lo que hacía con los juguetes y las moscas, no quería imaginar qué podría hacer conmigo. Me escondí entre la nevera y la puerta corredera esperando a que su curiosidad por el salón fuera lo suficientemente grande como para no verme. Volvía a estar taquicárdica y la boca se me secó. En cuanto la perdí de vista, me envalentoné y avancé por el pasillo en dirección a mi objetivo.

Llegué a la puerta y fijándome en cómo la manta llegaba del suelo a la mesa me dispuse a escalarla. Esperaba que, al igual que en el caso de las hormigas, la energía que necesitase para mover mi cuerpo reducido, fuera menos que la habitual. La tela era suave pero mis dedos se agarraban grácilmente. Estaba subiendo. Trepaba con todas mis fuerzas en cada momento. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, conseguí llegar a través de ella a la parte de arriba. Por fin. Lo había conseguido. Sudaba como nunca, respiraba fuertemente y estaba agotada. Pero no podía rendirme. Tenía que guardar esa obra de arte. Ese texto que pasaría a los anales de la historia de la literatura.

La pantalla del ordenador se encendió, mostrando mi obra de arte. Ante ella, el recuadro de “Enviar archivo”. Tan sólo tenía que dar unos pasos y apretar ese montículo aplanado en forma de pieza de Tetris. Esa tecla que había adquirido unas dimensiones exageradas y en cuyo poder estaba la salvaguarda de mi texto. Tenía que pulsarla. Tenía que llegar hasta ella y apretarla con las fuerzas que me quedasen. No podía dejar que se perdiera.

A punto estaba de pulsarla cuando algo llamó mi atención y, girándome lentamente la vi. Su pelaje rallado se dirigía con sigilo hacia mí. ¡Me iba a cazar!

Queen quieta!

Era absurdo, no me hacía caso. Iba a comerme si no hacía algo pronto. Corrí con todas mis fuerzas hasta el borde de la tabla, mientras escuchaba cómo subía a la superficie. Tenía que saltar de allí. Pero si lo hacía no podría enviar mi texto a tiempo. No se leería la semana siguiente en el taller de escritura. Sin valorar el riesgo, me giré sobre mis talones viendo los enormes ojos de la felina. Se había agachado y estaba expectante ante mi detención. Entre ella y yo estaba el teclado y el botón que me llevaría al éxito.

Di un pasito y observé su quietud. Otro más pequeño sin muestras de movimiento. Estaba en el borde del teclado cuando giró su cabeza escudriñándome con interés. No pintaba bien, pero no pensaba rendirme tan pronto. Conociéndola tenía que ser rápida. Se avecinaba lo peor. Tomé aire y corrí tan rápido como pude hacia la tecla objetivo. La gata se puso en marcha. En una maniobra esquiva de sus garras mortales me metí por debajo de una de sus patas y caí al lado de mi meta. Me levanté y con todas las fuerzas que me quedaban apreté el enter.

El peso de su zarpa cayó sobre mi cuerpo y sentí cómo la tecla cedía a la par que se me quebraban los huesos. Estaba atrapada. Sabía que estaba acercando su hocico a mi cuerpo, atraída sin duda por el olor de la sangre que brotaba por él. Alcé la mirada borrosa hacia la pantalla y vi como el archivo se había enviado. Mientras cerraba los ojos una imagen fugaz de la hora se grabó en mi retina. 23:58. Una alegría se extendió por mi tullido cuerpo, que comenzaba a ser masticado. Lo había conseguido. Mi obra perduraría.

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