
7 de marzo de 1945
Querida Elisabeth:
Esta es mi vigésima carta y cuando la leas probablemente esté regresando a casa, a tu lado. Ya han pasado dos años desde que nos separamos. La expedición por esta tierra congelada está llegando a su fin y sin duda no veo la hora en la que eso suceda. El blanco está volviéndome loco y me desorienta. No soy capaz de diferenciar la realidad de mis pensamientos, incluso en ocasiones dudo sobre quien soy y cada vez me cuesta más recordar el motivo por el que decidí venir hasta aquí.
De toda esta historia sólo tengo algo claro. Eres mi brújula en el laberinto de mi conciencia. El pensar en nuestro reencuentro hace que tenga un motivo por el cual seguir vivo. Cuando el pánico me asalta tu daguerrotipo es mi ancla y me hace regresar al presente.
Como te contaba en anteriores ocasiones, la relación entre Frank y yo está resultando tortuosa. A pesar de que fuimos voluntarios en esta empresa, y pensamos que podríamos vivir con coherencia y sensatez, las diferencias han ido creciendo día a día.
Ciertamente creo que en ocasiones he podido pecar de vehemente en la toma de decisiones sobre nuestras labores y cálculos, pero él ha sido comprensivo y ha intentado ayudarme en todo momento.
-Señorita, ¿está usted bien?
Elisabeth apretó con fuerza la mano. Había palidecido instantáneamente. En la mesa, descansaba la carta que había recibido con fecha de hacía 15 días.
-Pero no puede ser verdad…
-Lo siento mucho. Lamento enormemente hacer esta llamada ahora. Las comunicaciones con la torre de control fueron meramente técnicas. No sabíamos que había pasado.
Es un buen hombre, pero su paciencia desespera. Es perseverante y no se rinde en su propósito. No te lo quise confesar por miedo a que me juzgaras como inestable, pero en un ataque de ira, le ataqué y le hice una cicatriz importante en el rostro. ¿Será porque me he vuelto alguien huraño y desconfiado?
No hay minuto en el que no me arrepienta y desee expiar mi falta. Lamento haber dañado a la única persona que me acompaña en esta pesadilla. Me atormento pensando que a lo mejor no soy la persona que conociste, que quizá he cambiado demasiado, y rezo para que me aceptes y me ames tal y como yo hago desde el primer día que te vi. Sé que me lo has dicho en repetidas ocasiones, pero siempre me atormenta la duda.
Veinte cartas. Veinte comunicaciones recibidas puntualmente cada mes y medio. Lo suficiente como para responderle y seguir avivando la pasión con cada palabra. Deseando con fervor que él volviera.
Y es que, cuando leí la aceptación a mi proposición de matrimonio en tu última carta, me convertí en el hombre más feliz del mundo. Yo, Michael Whitness, no quepo dentro de mí. No veo la hora en la que abras la puerta de casa y tu aroma de rosa y geranio inunde mis sentidos. Deseo con todas mis fuerzas abrazarte y encontrar el calor que perdí en el momento en el que me alejé de ti.
Me consuela saber que estas serán las últimas líneas que escriba antes de que esto suceda. Que quizá no termines de leer éstas antes de que yo llegue y que mis miedos se verán aplacados en cuanto te vea.
El timbre de la puerta sonó, y la dama escuchó como el ama de llaves bajaba la eterna escalinata hasta la entrada. Elisabeth sintió cómo un escalofrío le recorría de pies a cabeza. La habitación comenzó a darle vueltas.
-Señorita, ¿sigue ahí? Por favor, conteste.
-¿Está seguro de que no hay un error? – Ella sintió como las uñas de la mano se le clavaban en la palma, lacerando la carne y trayéndole ráfagas de estabilidad en estos momentos.
-No señora. Le aseguro que murió hace 8 meses. Sólo hay un superviviente. Éste afirma que fue un accidente. Una caída en uno de los pozos excavados. Su cuerpo tenía un fuerte golpe en la cabeza y se había congelado. El compañero preservó el cadáver para poder darle sepultura en la tierra patria.
La puerta del estudio se abrió dejando ver a un caballero con una cicatriz que le recorría el rostro. El teléfono se cayó de la mano de Elisabeth a la vez que confirmaba sus aterradoras sospechas.
Si albergas cualquier duda de nuestro amor, haré lo imposible por disiparla. Mi amor no te abandonaré y estaré a tu lado, venciendo cualquier inconveniente hasta el día que la muerte nos separe.
Te ama ahora y siempre,
Michael