Las grietas del suelo eran tan profundas que mis manos se podían deslizar por ellas. Mis dedos, ásperos y endurecidos por el trabajo de aquellas tierras ahora yermas, recorrían sus formas, llenándose del polvo rojizo que antaño embarraba los cultivos. Alcé la vista al cielo vacuo de nubes y me deslumbré con el sol arrasador que quemaba mi piel, a la vez que llevaba mis manos a mi abultado vientre, tan lleno de vida y a la vez tan vacío de sustento.
Tláloc nos maldijo. Por nuestra negativa nos condenó a una eternidad de sequía y aridez. Nuestros labios agrietados y despellejados clamaban por el agua de Chalchiuhtlique. Plegarias en vano, ya que, pese a sus esfuerzos, los ríos habían dejado de correr abundantes y plenos de vida. Sólo nos quedaba la infinita desesperanza y la muerte de aquella tierra que había sido el lugar de nuestros antepasados.
Sabía que sus enfurecidas razones no se doblegarían ante nada, salvo por la ceremonia de sacrificio del único niño de nuestro pueblo. Ese había sido el motivo por el que todo se había desatado, y ahora no encontrábamos consuelo en nuestra perenne hambre. Pero sus cabellos negros destelleaban vida.
La luna se había enamorado de su tez bruñida por el sol y le acogía en su silencio por las noches, protegiéndole de cualquier espíritu malintencionado. Fue ésta la que con su luz abrió nuestros ojos y nos hizo detener el sacrificio del pequeño a Tláloc en la cueva. En aquel momento, un relámpago atravesó el horizonte y el sonido ensordecedor de los cascabeles del dios, fue lo último que escuchamos.
Le dedicamos cantos, diseñamos vasijas, sacrificamos nuestros animales y suplicamos día tras día en su cueva. Pero, a pesar de todo y del llanto de Chalchiuhtlique, su clemencia seguía ausente. Nuestro preciado niño ahora moría de hambre y sed. Sus carrillos se habían consumido enmarcando facciones de dolor y sufrimiento. Las hondas noches negras de sus ojos, no brillaban estrelladas, y su cuerpo era mero pellejo recubriendo un esqueleto endeble y delicado.
A pesar de la fragilidad de mi cuerpo, día tras día, salía a buscar alimento. Mis pies se arrastraban en busca de alguna baya o de las hojas de algún arbusto que pudiera llevar a la boca de mi pueblo. Pero no era suficiente. Sabía que mis fuerzas no pervivirían durante mucho más tiempo. Y cada sol que nacía intentaba alejarme más y más de nuestro asentamiento, con la esperanza de que otras zonas no estuvieran condenadas.
Es día caí. Simplemente mis ojos se nublaron. Las fluctuaciones del sol en la tierra subieron hasta que me cegaron, y el aire entró en mi garganta quemándome y arrasándome por dentro. De mis manos se resbaló la bolsa de cuero vacía. Mis rodillas cedieron y se hincaron dolorosamente en el suelo. Mi cuerpo se diluyó en el vacío mientras los rayos de sol bailaban con la muerte viva en mis ojos.
Giré el rostro en un esfuerzo por no perder la vista y percibí como mis cabellos bruñidos se mezclaban con una tierra negra y profunda. Acaricié la superficie sobre la que estaba tendida y acerqué mis manos pintadas al rostro. Mi piel a penas se entreveía entre tanta negrura. Era la cuna del rayo del dios. En un delirio esperanzado, dibujé con mis dedos nubes en el cielo, como noche tras noche hacía en la cueva de Tláloc. Murmurando en un susurro las plegarias a su clemencia. Los himnos lánguidos a su benevolencia.
Comprendí que si un sacrificio era lo que deseaba sólo quedaba una posibilidad. Acaricié el refugio en el que inquieta habitaba lo único que poseía en esta existencia. Aquella alma condenada antes de encarnarse.
Dolorosamente, una lágrima surcó mis polvorientas facciones. Sin pensarlo la recogí y la llevé a mis labios que gritaron por más. Palpé a ciegas el suelo con mis manos hasta que encontré mi valija, e introduje mis pinturas hasta que mis dedos abrazaron el pequeño puñal que llevaba. Cerré los ojos, ahora clementes por el llanto y perdí la noción del tiempo de la mano de un viento que me azotaba.
Entre el delirio y la intermitente vigilia acerqué mi mano con el filo hasta mi vientre. Me detuve con su caricia sobre mi piel, y reuní las fuerzas para seguir pintando líneas negras en el cielo recitando mis súplicas. Guardé silencio y simplemente empuñé la obsidiana. Hice acopio de mis fuerzas, elevé mi destino y el primer trueno sonó.