Noche estrellada

Esa noche, le escuché. Su voz llegó hasta mí traída por la suerte. Me despertó sobresaltado y sin pensarlo le busqué, proyectando con vehemencia mis sentidos hacia fuera. Se dirigía a mí con un tono tan firme y seguro que avivó la chispa de vida que todavía se escondía tímidamente en mi interior.

Hinché mi cuerpo esperando una bocanada de aire que me hiciera revivir, aferrándome a aquello que no podía tocar, pero que sin duda estaba ahí para mí. Desperecé mi ser en lo que me pareció una eternidad y, cuando lo conseguí, tan sólo pude ver las luces de aquel coche que se perdía en el horizonte y el cielo tan profundo que acompañaba mis noches. Allí estaba, tan lejano y tan bello, que rememoraba en mi mente lo que había sido mi vida.

Todavía recordaba cómo se sentía. Cómo era el acariciar del aire por el suave movimiento de mis brazos. Cómo, en ocasiones, pasaba lánguidamente entre mis espacios, refrescándome y, a la vez, invitándome a moverme con mayor intensidad. Cómo, en otras ocasiones, su ritmo era salvaje y me enloquecía, haciéndome girar como un embravecido torbellino.

Aún podía percibir los retazos de las voces de quienes me dieron vida. Los secretos susurrados al viento y las promesas perdidas en suspensión. Las esperanzas de obtener el preciado alimento. Sin duda, sus anhelos de prosperidad puestos en mí.

El paso del tiempo fue silenciando el ruido de mi entorno, hasta que todo quedó en un extraño silencio que sólo se veía roto por el quejumbrar de mis aspas cada vez más raídas. Un quejido que, abandonado de la mano de aquellos que tiempo atrás me veneraban y ponían sus deseos en mí, no tardó en apagarse y convertirse en quietud.

Pasé lustros estático, comprendiendo que los años de esplendor habían acabado para mí. Simplemente, dejando que la vacua esperanza de volver a escuchar las risas de la gente siguiera dando paso a la soledad y a un sentimiento que hasta entonces no había tenido, la nostalgia.

La nostalgia de aquellos momentos en los que sentía las manos humanas conformándome, haciendo que surgiera mi ser. Reforzando mi estructura, y facilitando aquello que me daba libertad: el movimiento natural, el acompasar del viento y, en definitiva, el dibujar círculos en el aire que me llenaban por dentro, con los que extasiaba en medio de melodías internas. Esas que me volvían poderoso y me hacían desear más y más, en un arrebato inútil de grandilocuencia.

Todo aquello había pasado hacía demasiado tiempo y, a pesar de los triviales esfuerzos de la gente por recordarme, no volvería. Así que, lentamente, dejé de moverme. Sin poder decidir, me fui volviendo pesado por momentos hasta que llegó un punto en el que sólo quedó el recordarlo. Fue entonces cuando cerré los ojos, determinado a sumergirme en el más profundo de los sueños. En un sueño triste y lánguido del que no volver a despertar.

A mi alrededor las cosas cambiaron poco a poco. Primero desaparecieron las personas y, con el paso del tiempo, las huellas de su presencia. La naturaleza prevaleció, ocupando vastamente todo su alrededor hasta que la añoranza extendió sus manos a la gente y ésta, en un intento de mejora, estableció un lugar en el que recordar tiempos pasados.

No negaré que este pequeño gesto me dio esperanzas. Que el sonido de los niños corriendo por la zona, no aumentó mi expectativa. Pero mi fiel compañero de viaje, mi paciente compañero, hizo que, poco a poco, todo se volviera a silenciar.

-Gracias.

El susurro me sacó de mi memoria. ¿Estaría enloqueciendo?

-De verdad, gracias.

Espera, era a mí. Salí de mis recuerdos tan rápido como me fue posible y, cuando lo hice, pude comprobar que volvía a estar ese coche que despedí noches atrás, pero esta vez parado ante mí.  Prestando mayor atención y en un esfuerzo incalculable por regresar al aquí y al ahora, me di cuenta de que un hombre estaba a mis pies, tocando mi base y mirando entre lágrimas algo que sostenía entre las manos.

Con una perseverancia fuera de lo normal, fui capaz de seguir extendiendo mi percepción hasta que conseguí ver lo que portaba. Poco a poco, fue descifrándose una imagen de tal beldad que me hizo estremecer. En ella, estaba yo. Con porte digno e imponente en la noche. Solo ante un cielo estrellado, basto e inmenso. Enraizado en mi lugar, mientras la vida transcurría.

Las gotas de la lluvia comenzaron a caer tímidamente. Éstas se posaban y deslizaban acariciándome a medida que contemplaba la captura. Mientras pequeños ríos surcaban mi cuerpo, no pude evitar grabar en mi mente las miles de estrellas que la fotografía contenía. Comprendí que nunca había perdido mi esencia y que a pesar de que mi viejo cuerpo de molino ya no se movería más, ellas seguirían dibujando los círculos que durante tanto tiempo el viento recorrió entre mis brazos.

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