El Tren

Ahí me encontraba, como la punta de un lápiz en un camino de un laberinto sin salida. Deseando que la goma de borrar eliminara los últimos días de mi vida o que una escalera mágica me hiciera saltar al otro lado.
El pitido del tren parado en la estación me devolvió a la realidad de golpe. Cerré los ojos sobresaltada por los empujones de las personas que se apelmazaban en el andén, esperando a alguien o deseando entrar. Mi reflejo en los cristales era el de una chica desaliñada y fuera de lugar. Miré mi maleta rosa chicle y pensé en qué poco espacio ocupaba lo que seleccioné como importante: Una fotografía de mi ex, el portátil con los archivos del trabajo y algunas mudas. Me aferré con mayor firmeza al asa y me dispuse a atravesar el umbral que me separaba de mi nueva vida.
Una rubia espigada salió corriendo del vagón que tenía delante de mí. Haciendo traquetear las ruedas de su equipaje y atravesando de forma casi mágica la multitud, saltó a los brazos del que debía ser su pareja. Se miraron a los ojos y se comieron a besos.
Una punzada de dolor me atravesó, recordándome los pedazos de mí que, en algún momento, tendría que reconstruir. Nadie me esperaría cuando me bajase y, aun así, estaba convencida de que tenía que marcharme. Mi vida en Madrid era insostenible. Había estado cumpliendo a la perfección con la vida de otras personas. En una comodidad consolidada, acepté mi papel y desarrollé una estabilidad laboral, una relación de pareja aparentemente perfecta, y una agenda de amistades lo suficientemente holgada como para tener siempre planes.
Sin embargo, no era feliz, y la monotonía diaria daba paso a las infinitas horas, minutos y segundos en los que mi único pensamiento era que avanzara el tiempo. La mala racha de pareja y la apatía vital, se convirtieron en el estado natural en el que me bañaba. A pesar de ello, nunca había reunido la valentía suficiente como para cambiarlo.
Todo había sido así hasta ese estúpido accidente que acabó con la vida de ella. La única persona que había conseguido entender lo que me pasaba. Simplemente, en un abrir y cerrar de ojos, desapareció de mi lado, dejando un vacío que era incapaz de llenar. Ella era, simplemente, ella. Con sus pecas y su pelo rojizo. Con su mirada viva, llena de ilusiones y planes por cumplir.
Entonces me sentí profundamente celosa. Celosa por saber que ella estaría bien lejos de mi lado. Por saber que, a pesar de su corta edad, había disfrutado de su propia historia desde el primer minuto de existencia. Ya no tendría que rendir cuentas a nadie sobre su felicidad. Y aquí me encontraba. Anhelando ser yo la que viviera mi propia vida. La que no tuviera miedo, y la que, sin duda, aprovechase cada momento como ella lo había hecho.
Enfadada por la lección que me había dado y con el propósito de cumplir con ella, rompí mi corazón un poco más abandonando a mi pareja, mi trabajo y mi piso del centro. Estaba dispuesta a dejar todo eso atrás y empezar a hacer aquello con lo que soñaba desde pequeña, al precio que fuera.
Pero estaba aterrada. Los latidos me resultaban atronadores y sudores fríos me recorrían. Me faltaba el aire al pensar que todo lo que conocía ya no estaba ahí. ¿Y si estaba equivocándome? ¿Y si realmente era una fase? Todavía estaba a tiempo de poder recuperar lo que dejaba. El sonido del bullicio no me dejaba pensar. El roce del bolso de una señora me desestabilizó.
Intenté abrir la boca para decir algo y percibí que la tenía seca. ¿Decir el qué? Sabía cómo funcionaba. Me quejaría, me revolvería y luego seguiría igual que estaba en este momento. Si iba a conformarme, debía dejar de quejarme. Tenía que poner acción a todo esto. Me propuse avanzar en dirección a aquel tren, y sentí como si mis pies se hubieran fundido con el suelo. Quizá debía quedarme. Aquello no estaba tan mal.
Aflojé mi mano derecha y cogí el asa con la otra. Vi las líneas rojas y blancas de haber apretado más de la cuenta. El anilllo se me había clavado. Volví a mirar la maleta y me di cuenta de lo ridícula que era. Llevaba demasiado tiempo aferrándome a algo que ni si quiera me importaba ya. Sin pensarlo, solté la mano izquierda y en cuanto lo hice, mis pies se sintieron livianos.
Caminé sin mirar atrás al interior del vagón. El pitido de las puertas cerrándose me acompañaron a mi asiento. Instalada, el tren arrancó y lentamente me fui alejando de aquella maleta solitaria en el andén de la estación, sabiendo que me había permitido soltar aquello que impedía mi libertad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *