“Te voy a echar mucho de menos”. El delantal de cuadros azules colgaba todavía del marco de la puerta. El sol se colaba perezoso por la ventana de la cocina, iluminando con cuidado los fogones del hornillo de la esquina. Una cálida brisa hizo que la tela se moviera acariciando el suave aroma que todavía quedaba en ella.
Toqué la madera caldeada de la mesa antigua en la que durante años había disfrutado de las conversaciones con mi abuela. Siempre sentada en los taburetes redondos y con un buen plato de comida. Ahora sólo quedaba el sonido de las chicharras de fondo y la presencia suspendida del polvo en los haces de luz.
-Carolina, tenemos que irnos.
La voz de Luca me sacó del trance y volvió a recordarme que el vestido negro me estaba asfixiando. A ella no le habría gustado verme así y eso acentuaba la sensación sofocante que me había acompañado durante todo el viaje.
Volví a la entrada de la casa, echando un último vistazo al lugar que, sin duda, había protagonizado los mejores momentos de mi vida. Saber que mañana mismo estaría en venta era algo que me atormentaba. Sentía como si estuvieran quitándome un pedacito de mí. Desde la distancia habíamos pensado que era lo mejor. Pero ahora tenía las mismas dudas de volver a la ciudad que cuando era una niña.
El camino al entierro era muy corto, pero lo hicimos en coche. Nos acompañaron el frescor del aire acondicionado y los lamentos de las ruedas por el camino de tierra.
-No sé cómo podías pasar aquí todo el verano. Es un auténtico secarral. Llevo la camisa empapada.
Miré a mi acompañante con tristeza. No por el desprecio a aquel pueblo que significaba tanto para mí, sino por la pena que me producía el que no lo entendiera. El que se hubiera visto privado de ese sentido de pertenencia a un lugar de su infancia. Lamentaba que por mucho que quisiera explicarle mi realidad fuera a ser en vano. Quería quedarme aquí y lo peor de todo es que tanto si lo hacía como si decidía pasar página, renunciaría a él o a mí.
Las lágrimas comenzaron a inundar mis ojos. Sabía que pasaría en algún momento. Luca pareció incómodo.
-Cariño ya está. Esto pasará pronto y volveremos a estar en casa antes de que te des cuenta.
En casa… No pude más que enterrar mi rostro entre las manos. Cuando el coche llegó al sepelio, levanté la vista. Estaba toda la comunidad en esa pequeña ermita que había a las afueras. Nana había sido muy querida por todos y nunca le había faltado la compañía. Ahora no sería diferente.
Durante el oficio, el ruido de los ventiladores apostados en las columnas me pareció ensordecedor. El ir y venir de los abanicos de las amigas de mi abuela hacían coros desacompasados al cura, y por un momento creí que iba a enloquecer si Luca volvía a resoplar.
Sin que me diera cuenta, acabé delante del atril a la derecha del féretro. Sabía que tenía que decir unas palabras, y había pasado todo el trayecto pensando en qué decir, pero la verdad es que no se me había ocurrido nada.
-Nana fue… -Los abanicos pararon al únisono como si se hubieran sincronizado mágicamente-. Nana… -La mirada de Luca hacia su reloj me crispaba. Tomé aire lentamente y miré la foto de la mujer que más me había querido en mi vida-. Abuela, ¿por qué no puedo estirar el verano como si fuera un chicle? Me prometiste que si cuando fuera mayor quería hacerlo estarías a mi lado para acompañarme. Siento mucho cuando me enfadaba y me comportaba como una malcriada porque teníamos que hacer nosotras el kétchup para las patatas. Sé que te decía que no me gustaba, pero luego pasaba el resto del año haciéndolo yo en casa.
Un nudo se aflojó en mi estómago haciendo que las lágrimas dejaran de brotar y tocándome con cierta seguridad. Ella me había enseñado lo que era importante y ahora estaba preparada para vivir mi vida.
-Odio este vestido y siento mucho no haber sido tan fuerte como para decirle a Luca que podía meterse su estúpida prisa urbanita por donde le cupiera. Pero, ¿sabes qué? Que me da igual, porque estoy donde pertenezco y no pienso vender la casa.
Sin pensarlo, me acerqué al ataúd y deposité un último beso. Caminé con paso decidido bajo la atenta mirada de la gente y dejando atrás a Luca desencajado. Con la vista puesta en mi hogar, abandoné el templo.
Paso a paso fui desabotonando el vestido que nunca elegí, para dejar que cayera al suelo en el porche de la casa. Sentí una absoluta liberación cuando la tela negra dejó de atraparme y no pude más que acompañarla descalzando mis pies. Entré, descolgué el delantal y me lo puse. Había regresado al lugar al que siempre pertenecí.